Luis Fernando Escalona


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Cordelio, el hipocondríaco

10 de enero del 2013.

Para el Dr. Z.

“No soy hipocondríaco. Es la única enfermedad que no tengo”.

A veces, al borde de la desesperación y las lágrimas, a Cordelio le gusta pensar que sus constantes dolores de cabeza y cuello se deben a que está convirtiéndose en dinosaurio. Prefiere pensar eso, porque si no, su mente, una loca manipuladora (¿cuál es adjetivo y cuál el sujeto?), le sugiere un sin fin de cosas y enfermedades; la mayoría fatales, dolorosas, retorcidas y lúgubres.

Cordelio cae atrapado por el llanto y suplica al silencio de su habitación: “¡No me quiero morir! ¡No me quiero morir!”. Conoce perfectamente todos y cada uno de los síntomas que le embargan. Conoce más a la supuesta enfermedad que a sí mismo. Ha pensado a quién le dejará sus cuentas bancarias (vacías, pero cuentas al fin), sus juguetes de la infancia, sus libros viejos y su televisión (sus ingresos no le alcanzan para una pantalla plana). Es ya un especialista en Tumorología Imaginaria, la ciencia Cordeliana que estudia los tumores que no tiene pero que afirma padecer.

Cordelio siente que el constante zumbido en los oídos, el dolor en la parte posterior del cráneo, el cuello y los hombros, son manifestaciones de un agente agresor que le está comprimiendo el cerebro. ¡No es broma! Él realmente lo cree. Lo vive. Lo sufre. Cada lágrima, cada exceso de tensión y de ansiedad, son pedazos de carne fresca que alimentan a ese monstruo que se aloja en su cabeza, que ha tomado posesión de su tranquilidad y de su entorno. Pronto tendrán que operarlo y seguramente, como los médicos son muy pendejos según él, no saldrá con vida del quirófano.

Ha visto ya a diversos especialistas. Hasta su dentista la hizo de psicólogo. Tal vez por eso, la limpieza que le hizo a sus dientes le costó lo que le costó (ahora se lo explica). Todos ellos coinciden en que tiene que relajarse. Que esos dolores son productos de la tensión constante a la que Cordelio se somete. Toda esa enfermedad imaginaria le genera estrés y eso sí le puede enfermar. Sin saberlo, Cordelio tendrá, a la larga, una señal para afirmar (con ese cúmulo de tensión anidada por sus miedos imaginarios) que en verdad estaba enfermo. “¿Ya ven? Yo tenía razón, estaba enfermo, sumamente enfermo y los médicos no pudieron verlo”. Deberíamos darle Honoris Causa al pobre de Cordelio por ser más sabio e inteligente que los especialistas. ¡Qué mal, muchachos!, pero sigan estudiando medicina, él no necesitó de eso; es más: él ni siquiera terminó la universidad.

Pero no todo se detiene ahí. ¿A poco creían que era la única enfermedad de Cordelio? Pero si Cordelio padece todas las enfermedades (incluidas las que ya se erradicaron y las que todavía no se inventan). Cordelio padece de todo. Hasta de alcoholismo y eso que no bebe, pero ya se sabe los 12 pasos del programa a la perfección.

Cordelio es un ser enfermo, muy enfermo. Pero nadie lo entiende. Insensibles, todos ustedes: ¡serán condenados! ¡Ah, pero eso sí: Cordelio no es hipocondríaco! Ni se lo digas porque estallará de coraje y eso no le ayuda a su gastritis, ni a su colitis, ni a sus úlceras ni a su cáncer de colon. Con decirte que hace poco, Cordelio comió betabel (comida sana y nueva para él para combatir sus problemas estomacales) y al día siguiente, después de ir al baño, Cordelio pensó que estaba desangrándose. “¡Doctor, doctor, mi caca es colorada!”, le dijo Cordelio a su médico de cabecera, con un llanto en verdad desgarrador.

El doctor, de carácter duro e irónico, se escuchaba conmovido, realmente conmovido. Le estaba diciendo ya lo que tenía que hacer: purgas, estudios, colonoscopia. “¿Qué es eso, doctor?”, preguntó Cordelio sorbiendo los mocos. “Te meten un tubito por allá para ver cómo están tus intestinos”. “Y, ¿qué es lo peor que puede pasar?”, insiste Cordelio. “Que te guste”, responde comprensivo el doctor.

Después de un extenso interrogatorio, el doctor hace una pausa repentina. Todo queda en silencio. La tensión del drama es aún mayor. “Cordelio”, pregunta el médico, “¿comiste betabel ayer?”. Cordelio sorbe sus mocos y solloza: “Sí, ¿por qué?”. El doctor quiere, de verdad quiere aguantarse, pero no dura mucho su control y estalla en una sonora carcajada. “El betabel te pinta la caca de rojo, hombre, no pasa nada”. Cordelio siente un alivio repentino y hasta parece reírse de sí mismo. “¡Qué pendejo soy!”, exclama. El médico no responde.

Y como esas tantas cosas que le pueden ocurrir a Cordelio en un día cualquiera. Basta con que su mente le sugiera un nuevo síntoma para que él caiga en una angustia terrible. Con seguridad, si al rato le duele un pie, Cordelio se verá ya con una pierna de metal, sometido a dolorosas terapias de rehabilitación.

Quizá unas vacaciones le vendrían bien, relajarse, tener sexo, fumar un porro y no tomarse tan en serio. Disfrutar más la vida, ser feliz y omitir el betabel de su dieta. Sugiérele todo a Cordelio, menos que se atienda por ser hipocondríaco. Porque ésa, es la única enfermedad que Cordelio no padece. Gracias a Dios.