Publicado en la plaquette Réquiem por un cuento,
Universidad del Valle de México, 2002.
Decían que estaba loco, pero desde que escuché las voces en la pared todo cambió. Recuerdo la noche en que se desató. Sucedió cuando mi hermana vino a visitarme. Desde que se separó de Jonathan, parecía estar siempre triste y sumida en pensamientos. Recibí una carta suya un par de días antes. Necesitaba verme la desdichada. Se sentía muy sola.
Al principio, no me agradó mucho la idea de tener invitados en la casa; aunque era verdad que necesitaba la compañía de alguien. Meses antes había empezado a sentirme enfermo y la soledad de la casa se iba apoderando de mí. Tenía fiebre, insomnio y esas voces en el muro. Voces horrendas…
Mi hermana llegó a la hora de la cena. No hablamos mucho. Nos limitamos a beber el chocolate caliente que ella misma había preparado. Insistí en que no lo hiciera pero era muy necia. Se parecía mucho a nuestra madre. Casi podía escucharla decir: “Cuida de tu hermana”.
Una vez terminada la cena, fui yo quien recogió y lavó los platos. Pasamos a la sala. Afuera, la noche era fría y tranquila. Martha comenzó a contarme de su matrimonio. Dejé que se desahogara; pero, en el fondo, su plática me provocó pereza.
Parecía que le emocionaba hablar de ello aunque le doliera. Se entregaba con la tal devoción a su historia, que no se percató de mi estado: pálido, ojeroso, aturdido…
Llegó el punto en que ya no puse atención a lo que decía. La oí en la lejanía y, más cerca de mi cabeza, estaban las voces; una y otra vez, aniquilándome. Mis ojos veían a Martha con ira. Pensé, de pronto, en lo grato que sería callarla. ¡Cómo gozaría en hacerlo! No sabía por qué aquellas voces se iban apoderando de mí. ¿Estaban en mi cabeza? ¿En el muro?
Minutos después, desperté de mi trance y el estómago me dolió. Sentí como si fuera una liga que se estiraba a su máximo punto y después regresaba a su posición original. Quería vomitar por culpa de su narración.
Mentí diciéndole que me sentía cansado. Necesitaba dormir un poco; ya no soportaba las náuseas ni las voces que hablaban a mi alrededor.
Ya en mi alcoba, me acosté en la cama pero no logré conciliar en sueño. Sentí de pronto como si alguien me observara al otro lado del cuarto. Se reía de mí.
—¿Quién es? —susurré, y no hubo más que silencio.
Me volteé boca abajo con la esperanza de que aquello cediera.
De pronto escuché la voz de mi madre otra vez y los ecos en la pared no dejaban de suspirar. Comencé a sudar frío. Mi cuerpo temblaba y la sangre se me heló cuando unos pasos se acercaron con lentitud hacia la puerta.
Despacio. Siempre despacio; gozando con mi locura. Las pisadas cesaron cerca de la puerta y ésta se abrió muy lentamente. Un destelló de luz que provenía del pasillo, me hizo estremecer y ahí, en medio de la penumbra, había una figura de cuerpo completo parada en el umbral.
Estaba atrapado. Me agité dentro de mis sábanas. Las voces me abrazaban con fuerza, consumiendo mi mente. Casi podía ver las bocas pintadas en la pared mientras la figura avanzaba hacia mi cama.
—¿Te encuentras bien? —preguntó.
Salté y, por un instante, había olvidado que mi hermana estaba en la casa. Un beso de buenas noches, eso era todo lo que ella quería. Deseé que me sacara de aquel infierno y que me dejara sordo en el alma para liberarme de las voces.
No pude hablar. Tan sólo me besó en la frente, cerró la puerta y sus pisadas se fueron alejando por el corredor. Se quedaría sola y de pronto, caí en la cuenta de que había estado rodeado de soledad cuando empecé a escuchar las voces. ¡Oh, por Dios!
Si el aislamiento la abatía, los susurros también harían añicos su cabeza y no habría forma de salvarnos ninguno de los dos. “Cuida de tu hermana”; ahí estaba otra vez mamá. Pero, ¿cómo podía proteger a Martha en este estado?
Ese momento me pareció eterno; como el segundo antes de morir. No me di cuenta, pero ya había empezado. Hablaba solo, contestándoles a los verdugos de mi cabeza. “Cuídala”. Pero si Martha se volvía loca… “puede matarte”. ¡Ahí está otra vez!
Sólo había una manera de acabar con esto. No podía permitir que le sucediera a ella también. ¿Y si ella, en su locura, terminaba matándome? Debía salvarla. Pero no podía ni moverme de la cama. El miedo me invadía. Los susurros se hacían gritos espeluznantes que me desquiciaban. Quise sollozar pero la voz se ahogó en mi garganta.
“Cuida de tu hermana”… “Puede matarte”… “Debes salvarte”… “Cuida… cuida, cuida, salvar… matarte… salvar…”
Ya no lo soporté. Tenía que hacerlo. Salvaría a Martha de este tormento. La vida de uno era el sacrificio por salvar al otro. Y así fue, pero ahora creo que no pude controlarlo. No estoy seguro si la salvé, pues cuando vi su cuerpo bañado en sangre, yaciendo a mis pies, no comprendía si lo había logrado. Y es que desde que escuché las voces en la pared todo cambió...