Luis Fernando Escalona


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La celebración de San Lucas Yug

“Yug, yug, hermoso yug,

cuántos dientes tienes tú;

Yug, yug, hermoso Yug

humanos devoras tú”.

Poema popular de la cultura Yug.

Las primeras apariciones de los Yugs en la historia de la humanidad datan del siglo XIV después de Cristo. Al parecer fue un monje llamado Juan de las Casas, quien en 1552 registró por primera vez su encuentro con estas peculiares creaturas. Dice así:

Cerca de los bosques aledaños a nuestro lugar de oración, se encuentra una montaña donde se asoman unas cavernas, que a lo lejos parecen ojos huecos y lúgubres. Habrá sido la curiosidad, pero me interné en uno de ellos. Y entonces lo vi. Estaba ahí sentado, comiendo carne cruda. Era pequeño, no podría decir que era precisamente un enano, pero su forma era irregular y diferente a la humana; rechoncho, con pelo de color café y con vello cubriéndole no sólo los brazos, sino la cara y el cuerpo entero. Tenía pies largos con uñas parecidas a las pezuñas de un animal. Su cara era ovalada con ojos oscuros y dilatados. Vestía ropa sucia, roída de la parte baja y de lo que habían sido unas mangas anchas y largas. Pero lo más aterrador eran sus dientes afilados, como esos peces carnívoros que tienen hileras blancas parejas y puntiagudas en formas triangulares.

Al verme, bufó amenazante y en cuanto retrocedí, él se internó en la cueva y desapareció. Sólo Dios sabe el horror que invadió mi alma, y temiendo que se tratara de alguna creatura o demonio del averno, corrí a contárselo al abad Domínguez, quien con ciertas dudas se animó a que fuéramos a explorar al día siguiente. Y así lo hicimos. Tres monjes, el abad y yo nos encaminamos a las cuevas. Y justo en el borde donde había visto aquella creatura, encontramos lo que supuse era su comida del día anterior y que debió haber abandonado tras encontrarse conmigo: ¡era un antebrazo humano! Mordido a la altura de la mano y cuya extremidad llegaba a la parte que hubiese conectado con el codo, ahí estaba aquella extremidad mutilada.

Dimos aviso al cabildo pero las exploraciones fueron infructuosas. Decían que había un punto en la cueva en el que ya no se podía avanzar. Encontraron eso sí, un hombre poseído por el espíritu del vino cerca del monasterio, a quien culparon del crimen, de un cuerpo sin forma y sin nombre, y al que ahorcaron en la plaza del pueblo. Pero sólo el Señor sabe lo que vieron los ojos. ¡Dios me perdone!

No se tienen más registros hasta casi un siglo después, por el abad Lucio del Castillo, quien tuvo un encuentro similar e hizo cosa parecida a nuestro monje anterior, también, sin encontrar rastro de aquella creatura.

Entonces, un día, se apareció en el monasterio una figura jorobada, cubierta con harapos que sugerían haber sido una túnica de respeto. Aquel extraño ser pidió permio para servir al Señor de los hombres erguidos, pues quería demostrar que hasta las creaturas que no eran atractivas a los ojos humanos, podían serlo para Él.

El abad se compadeció del recién llegado. Le dio una habitación y una comida sencilla. Aquella tarde oraron y desde entonces, aquel extraño personaje se entregó a una dedicada vida en la oración y el estudio de la Palabra. No cuestionaba, no argumentaba, y tomaba toda orden como algo divino que debía cumplir. Eso sí, jamás le vieron el rostro pues él decía que se avergonzaba y que sólo Dios podía contemplarlo, mientras el hombre tuviera en su carne el espíritu del prejuicio. Y aunque la curiosidad de los monjes era considerable, lo dejaban en paz por su gran espíritu de servicio y abnegación. Lo conocían como Lucas, el hombre sin rostro que amaba mucho a Dios.

Al paso de los años, el abad del Castillo murió y otros monjes fueron escalando por el organigrama divino. Lucas fue uno de ellos y llegó a convertirse en uno de los siervos más cercanos al padre superior y más queridos entre la comunidad. Era amable y siempre estaba dispuesto a escuchar y a confesar a sus hermanos en la fe. Lo demás obedece a la leyenda.

Se dice que Lucas llevó al abad, a un escribano y al jefe del cabildo hacia las cuevas y les mostró quién era y de dónde venía. Al contemplarlo a la luz del día su primera reacción fue la del horror y desconcierto, pero entonces Lucas les dijo que había hecho todo en su vida anterior para lograr que aceptaran a todo ser diferente al hombre y que eran parte de la creación divina de Dios. Que había otros como él viviendo más allá de las cuevas, en una pequeña aldea construida cerca de un laguito.

Vivían en paz pero apartados del mundo humano por su grotesca apariencia y por su modus vivendi: eran una raza de seres que se alimentaban de carne humana. Nunca mataban, lo tenían prohibido. No eran malos en realidad sino un tanto primitivos y miedosos, cosas que los hacían reaccionar de maneras que el hombre traducía como agresión y hostilidad. Comían de los muertos, pero a veces se lograba observar a alguno con problemas de actitud que vivía apartado de la aldea y que se aventuraba más allá de las cuevas, ignorando las reglas de su comunidad.

Lucas les dijo a los hombres que su deseo era que los de su raza pudieran vivir entre los hombres, integrarse a las actividades cotidianas; que ya él les había demostrado que podían incluso servir a Dios. Ofuscados y confundidos, el abad y el cabildo lo discutieron, pero lo llevaron a discusión en asamblea popular, a la que Lucas no asistió por órdenes de su abad. Pero más allá de la apariencia física de estas creaturas, lo que había escandalizado a todo mundo era su forma de alimentación. Y la decisión general fue que debían ir y acabar con ellos.

Hubo una matanza, conocida en la historia de los Yugs como la Matanza Roja, donde de hecho Lucas murió a manos de los invasores, los humanos. Desde entonces, a Lucas se le consideró un mártir, no sólo dentro de la comunidad de los Yugs sino en el monasterio y en los religiosos que tenían la idea de la diversidad y de que Dios amaba a todas las creaturas por igual. Claro que hubo aquellos que los veían como aberraciones, como creaturas de Satanás a las que debían erradicar.

Y hubo una lucha, los Yugs se defendieron y fueron otros quienes, un siglo después, lograron llegar a un acuerdo con los humanos, donde establecieron límites y fronteras, de tal manera que nunca, los unos se mezclaran con los otros. ¿Qué harían, sin embargo, con la forma de alimentarse propia de los Yugs? No ultrajarían cementerios, porque eso sería cruzar el borde. Pero podrían recurrir a los muertos de guerra, a los que dejarían los humanos cerca de las cuevas para que aquellos, los deformes, como los hombres los llamaban, comieran sin romper el acuerdo. En palabras de los Yugs: “comeremos de sus muertos, pero nunca robaremos una vida humana”. Pero también, el acuerdo involucraba que ningún humano, jamás, entraría a las cuevas y muchos menos las cruzarían, porque “ahí termina vuestra libertad”.

No hay, sin embargo, un documento que avale este acuerdo. Su ley se ha preservado de boca en boca durante las generaciones y entre los Yugs, quienes recuerdan como su gran mártir a Lucas. Entre ellos, se le conoce como el Acuerdo de San Lucas Yug, y por eso lo veneran como un santo; “como lo que fue”, dicen algunos.

Por eso, los Yugs viven en eterna gratitud con aquél que se sacrificó por ellos, y cada año, en la supuesta fecha de su nacimiento, la aldea celebra un año más de paz y tranquilidad. Le dan gracias, pues debido a su sacrificio, “los monstruos viven aislados al otro lado de la gran pared”.

Es curioso e irónico que los Yugs, que para nosotros los humanos vendrían ser creaturas horripilantes, sean ellos quienes se refieran a nosotros como monstruos. Según los documentos que hablan sobre aquellas luchas y enfrentamientos, los Yugs veían en los hombres a seres deformes, erguidos y enormes que luchaban y masacran su entorno y todo aquello que no entendían y que les producía temor. Así pues, para los Yugs, nosotros somos los monstruos, los deformes, los que damos asco y los que somos aberraciones de la creación.

Para finalizar este apunto breve, vale la pena detenernos en el supuesto origen la palabra yug. Según las notas privadas de los monjes, a raíz de los primeros enfrentamientos en contra de estas peculiares creaturas, afirman que ellos atacaban con la boca, llena de afilados dientes, semejantes a las de un tiburón o una piraña, y se aventaban gruñendo directamente al cuello, a la yugular del adversario humano. De ahí, se supone, que los hombres comenzaron a llamarlos así, de yugular, Yug. O al menos eso creían, pues la palabra se escuchó por primera vez en boca de uno de esos seres. Así pues, la investigación arrojó un dato peculiar e irónico. Entre los Yugs, seres grotescos y horribles a los ojos del hombre, la palabra yug significa “divino”. Por eso, ante ellos, los monstruos son los humanos y nadie más.

*El relato de “Los Yugs” está disponible

en el libro Relatos del abismo, de Luis Fernando Escalona.